
El día en el que el extremo Pedro Barrancos termine triunfando en el Granada CF tendrá culminación un reconfortante ejemplo de superación personal que contagia pasión por el deporte y desciende hasta su infancia, marcada por la precariedad y una circunstancia familiar un tanto compleja. Con sólo trece años, el hoy futbolista rojiblanco se vio obligado a dejar de estudiar, y a ponerse a trabajar, para contribuir a la economía familiar y compensar que su padre -un albañil abatido tras un par de caídas desde el andamio- terminara incapacitado en una cama por padecer esclerosis múltiple progresiva.
Sin más recursos que una bicicleta o sus ganas de recorrer a pié los seis kilómetros que separaban la última parada del autobús con el campo donde entrenaba La Alberca, su primer club, el joven murciano fue masticando también las dificultades que a veces impone la vida para llegar a ser futbolista de elite. Y en los recovecos de este duro recorrido, forjado sobre otros episodios desagradables, ya por lo pronto se vislumbra la valía de que haya podido fichar por un equipo de la categoría del rojiblanco.
«Somos tres hermanos -aclara el protagonista-. El mayor tiene veintiséis años, y luego estamos Carmen, que es mi melliza, y yo, ambos con veintidós. Cuando yo era pequeño mi madre tenía que trabajar como asistenta de hogar. Y mi hermana y yo nos alternábamos para cuidar a mi padre. Quien se quedaba con él, no podía ir a la escuela», añade el jugador para justificar que «la ESO me la tuviera que sacar con el paso del tiempo». Y también, para precisar un escenario familiar inestable que, inevitablemente, le condujo al mercado laboral, «aunque sin poder estar asegurado, porque yo era pequeño». «Empecé a trabajar -refresca- con un albañil que hacía casas por Sangonera. Yo hacía labores propias de peón, así que hacía la mezcla y llevaba los utensilios. Y ya, cuando tenía catorce años, me fui con mi hermano, que se dedicaba a lo mismo. Por las mañanas trabajaba o cuidaba a mi padre y por las tardes me iba a entrenar. Me levantaba muy temprano y me acostaba tardísimo», recuerda.
Sin duda, una dura rutina a la que se volvería a entregar «sin ninguna duda, porque me gustaba mucho el fútbol». Y que se mantuvo hasta que tuvo lugar, doce meses más tarde, su fichaje por el Villarreal: el club que lo rescató del Nueva Vanguardia y en el que... volvió a toparse de bruces con las consecuencias de lo que es una enfermedad crónica que afecta al sistema nervioso central.
«Me vieron y me ficharon por seis años, cuando yo sólo tenía quince. Pero a los dos meses de estar allí me enteré que mi padre había entrado en coma. Mi madre no me quiso decir nada, pero a mi abuela se le escapó. Y el caso es que, a las cuatro horas, él se restableció y salió de la UCI, pero yo me puse muy mal, quedé 'tocado'». Y claro, tras ser tratado por la psicóloga del club levantino se convino que «lo mejor era que me cedieran al Murcia».
Era su precipitada vuelta a casa y a los rigores propios de tener que colaborar para equilibrar la economía doméstica. Y es que «volví a trabajar, hasta que un año más tarde me hicieron debutar con el primer equipo del Murcia en Segunda División A».
«Mis suegros, mis padres»
Aquello fue el inicio de una nueva realidad profesional que al poco le alejó, por aportarle un discreto sueldo, de la espátula y la pala. Y que, de modo también definitivo, llegó aparejada a su prematura emancipación.
Un nuevo salto vertiginoso hacia la edad madura que vino motivado «por nuevas circunstancias familiares». Y auspiciada con el «apoyo de mis suegros, a los que quiero como si fueran mis padres porque me han tratado como a un hijo». Y es que ellos no sólo «me alejaron de amistades peligrosas», sino que lo encauzaron en la vía deportiva, «pues creían en mis posibilidades», y le ahorraron otros malestares menores como tener que pagar el alquiler de ese piso «que me prestaron» para el inicio de una nueva vida con diecisiete años.
A su otra gran familia Barrancos le debe también el haberle concedido el cariño necesario para saber amortiguar el último mazazo que le dio la vida. «Mi padre murió hace dos años, mientras yo jugaba cedido en el Sangonera. Él sólo me llegó a ver jugar un par de partidos, y cuando era chico. Lo cogía un amigo de la familia, lo metía en el coche y lo llevaba al campo», recuerda notablemente afectado. Y perfectamente consciente de que aquellos eran tiempos en los que las muletas no habían dado paso todavía al andador, a la silla de ruedas o la cama en la que falleció... su niñez, pero no esas ansias por triunfar que se mantienen intactas pese a su repetida suplencia .