
Las figuras del Milan miraban a todos lados sin encontrar una
explicación razonable a lo que estaban viendo. Se sentían incapaces de
frenar las acometidas de un equipo osado empujado por un torrente de fe.
Impulsado por la convicción en sus posibilidades de culminar la gesta.
El marcador de Riazor no se había estropeado. Registraba un increíble
3-0 al descanso de una eliminatoria envenenada por diez minutos nefastos
en San Siro. Nada más señalar Urs Meier el final del primer tiempo, los
hombres de Irureta se dirigieron al túnel de vestuarios a la carrera.
Estaban ansiosos por rematar a un adversario malherido. El descanso
interrumpió un vendaval de fútbol. De ritmo impuesto por el corazón y
goles marcados con el alma.
Muy distintas eran las sensaciones en el ilustre
bando visitante, desbordado por unas circunstancias imprevisibles. Caras
que reflejaban un cóctel de incredulidad y temor. El 4-1 de la ida
parecía una garantía suficiente para viajar a La Coruña sin agobios.
Ninguno se imaginaba que iba a vivir una pesadilla teñida de
blanquiazul, a la que todavía restaban 45 minutos.
El Deportivo de La Coruña, bajo la presidencia de
Augusto César Lendoiro y la sabia dirección técnica de Javier Irureta,
llevaba unos años instalado en la élite del fútbol español y europeo.
Participaba en la Champions por cuarta temporada consecutiva. Estadios
legendarios como Highbury, Old Trafford o el Olímpico de Múnich habían
presenciado victorias de aquel equipo sin complejos. Ese curso 2003-04,
el Deportivo se metió en cuartos después de superar una complicada fase
de grupos (que incluyó una tremenda derrota por 8-3 ante el Mónaco) y de
apear a la Juventus, vigente subcampeón, en octavos de final (ganó 1-0
en los dos encuentros). El pase a semifinales se iba a dirimir frente al
temible Milan de Carlo Ancelotti, vencedor de la Champions el año
anterior. El bloque
rossonero, repleto de oficio y calidad,
comparecía como un adversario poco menos que insuperable, coronado por
individualidades del nivel de
Maldini, Nesta, Pirlo, Seedorf, Kaká o Shevchenko.
Si algún valiente apostó dinero por la presencia
del Deportivo en semifinales, San Siro le dio razones para deprimirse.
Un gol de cabeza de Pandiani despertó al monstruo dormido. Kaká, en dos
ocasiones, Shevchenko y Pirlo, con un magistral lanzamiento de falta,
firmaron, del minuto 45 al 53, cuatro goles repletos de clase. Con la
lógica por delante, el 4-1 con el que finalizó el duelo de ida solo
tenía una lectura. La odisea continental de los gallegos se aproximaba a
su conclusión.
UN SUEÑO IMPOSIBLE
En las dos semanas que separaron la bofetada de
Milán del partido de vuelta en Riazor, el desánimo y la apatía se
desvanecieron. Sólo quedaba espacio para los sueños. Había que preparar
el encuentro con el corazón, porque el sentido común conducía a la
desesperanza. Los jugadores creyeron en sus opciones según pasaban los
días y la afición se contagió de aquel optimismo desbocado. La comunión
sincera y entusiasta del público con sus futbolistas convirtió a Riazor
en una caldera encendida con 30.000 espectadores el 7 de abril de 2004.
Javier Irureta había prometido hacer la
peregrinación a Santiago si el Deportivo consumaba la hazaña. Incluso
bromeaba con la posibilidad de presentarse ante el Apóstol de rodillas.
Los ruegos al cielo se complementaron con una minuciosa preparación del
choque de vuelta. El técnico vasco sabía que el partido precisaba de
muchas revoluciones por minuto. Si quería sorprender al Milan, el Dépor
necesitaba adelantar líneas y acelerar el juego, a riesgo de exponerse
en defensa. La apuesta, pese a un par de sustos de Shevchenko y
Tomasson, salió muy bien desde el comienzo. En el minuto 4, Pandiani
recibió un pase de Romero, se acomodó el balón ante Maldini y soltó un
latigazo raso que entró junto al poste izquierdo de la meta protegida
por el enorme Dida.
Con su gol, el carismático delantero uruguayo
inflamó la grada. El Deportivo, apoyado en la solvencia de Mauro Silva y
Sergio en el mediocampo, asediaba la portería italiana. Mientras, a
Kaká se le ocurrió recordar a los despistados que enfrente jugaba un
equipazo. El brasileño, un futbolista dotado de un talento descomunal,
arrancó con potencia y se plantó solo ante Molina. El astro fintó antes
de chutar, pero Molina se las sabía todas. Reaccionó a tiempo para
desviar el balón y los aficionados, al borde del infarto, pudieron
respirar de nuevo.
La aparición de Kaká rebajó las pulsaciones
blanquiazules, aunque el bloque local siguió aporreando la retaguardia
lombarda. Dida se lució en más de una ocasión. El cancerbero
sudamericano, protagonista en la final ganada a la Juventus un año
antes, no estuvo tan afortunado en el minuto 35. Luque, hiperactivo,
centró desde la izquierda. Dida midió mal la salida. Valerón, un mago
con el balón en los pies, recurrió a su cabeza para aprovechar el regalo
y poner el 2-0. El milagro estaba a tiro. El defensor del título,
zarandeado, imploraba la llegada del descanso, pero el Deportivo,
lanzado, no estaba para contemplaciones. En el 44, Luque se benefició de
un grave error del experimentado Nesta, ganó por velocidad a Cafú y
fusiló a Dida con la zurda. Al portero sólo le dio tiempo a mirar. El
esférico entró en la red como un obús. 3-0. Con ese resultado, el
Deportivo pasaba a semifinales.
El intermedio pilló a los rossoneri en la lona. Los quince minutos de rigor levantaron el ánimo de un campeón al borde del KO.
En la reanudación, Tomasson pudo meter al Milan en la eliminatoria. El
atacante danés remató mal tras una genial asistencia de Pirlo. Poco más
aportó Andrea. Ni él, ni Seedorf, ni Gattuso fueron capaces de adueñarse
del ritmo del partido. El Deportivo, con oficio, esperaba para rematar a
un conjunto sin ideas. Ancelotti se vio en la obligación de mover
ficha. Serginho sustituyó a Pirlo. Ocho minutos después ingresó en el
campo Inzaghi, una serpiente dentro del área. Irureta también recurrió
al banquillo y Fran, el alma del Súper Dépor, entró en lugar de
Luque. Cerca de la retirada, los caprichos del destino le tenían
reservado otro momento de gloria al futbolista de Carreira.
EL MOMENTO DEL CAPITÁN
Corría el minuto 76. El Milan estaba a un gol de
las semifinales, así que la tranquilidad pasaba por un cuarto tanto.
Víctor, que lo había intentado poco antes, asistió desde la banda
derecha para cerrar aquel episodio inolvidable. La historia esperaba al
capitán Fran, que superó a Dida con un disparo con el empeine desviado
por Cafú al centro de la portería italiana. Riazor estalló por cuarta
vez. La euforia se desbordó entre unos aficionados hechizados por la
magia de un día irrepetible.
El gigante
rossonero agonizaba mientras se
estrellaba una y otra vez con el muro defensivo local. El último suspiro
del campeón antes de caer abatido salió de las botas del veterano Rui
Costa. El portugués sacó de la nada un derechazo cargado de veneno que
Molina repelió con una intervención brillante a mano cambiada. Nadie iba
ser capaz de alterar un resultado de película. Un impactante 4-0 que
encumbró al Deportivo y conmocionó al fútbol europeo. Madrid, Arsenal y
Milan cayeron eliminados en la misma ronda. A Ancelotti le sobraban
motivos para tener pesadillas con Galicia. Cuatro años antes, en octavos
de la Copa de la UEFA,
el Celta había ganado a la Juventus que él dirigía por idéntico marcador.
Llegados a este tramo del camino resultaba absurdo
conformarse con las semifinales. Pelear por alzar el cetro continental
no era una quimera. El rival en penúltima ronda, el sorprendente Oporto
de José Mourinho, parecía bastante más asequible que Juventus y Milan.
Con el tiempo, esa percepción inicial se revelaría errónea. El sólido
conjunto portugués superó al Dépor gracias a un gol de penalti en Riazor
y logró la Champions con un contundente 0-3 al Mónaco en la final de
Gelsenkirchen (Alemania).
La otra cara de la moneda aquel 7 de abril exigía
revancha. Esta solo pasaba por reconquistar el torneo en la siguiente
edición. El 25 de mayo de 2005, en Estambul, el Milan alcanzó el
descanso de la final frente al Liverpool de Benítez con una ventaja de
3-0. Las caras de los pupilos de Ancelotti eran muy distintas a las
exhibidas en Riazor al término de los primeros 45 minutos la temporada
anterior. Sin embargo, la caída en desgracia fue todavía mayor. El
Liverpool forzó la prórroga y se impuso en los penaltis. Gerrard levantó
al cielo otomano la Orejona. Los rossoneri, envueltos en lágrimas, permanecerían dos años más atormentados por viejos demonios.
* Javier Brizuela es periodista y filósofo.