- ¿Xavi o Iniesta?
- Busquets.
- Bah, en serio. ¿Xavi o Iniesta?
- ¿En serio? Mario Rosas.
Soy tan vago que soy muy de Mario Rosas. Por imperfecto. Por humano en esta época de deportistas modelo. Por inmoral. La semana pasada fichó por el Huesca, y soy tan vago que quería escribir algo pero no lo hago hasta ahora. Y porque la alternativa a la escritura era ir al gimnasio, que conste. Hasta hace poco, Mario estaba en no sé qué equipo de Azerbaijan o por ahí. Un día entré en la web y no entendí mucho, pero llegué hasta su ficha, y a su foto con sonrisa de jugón, que parecía la foto de un jugador de béisbol molón. La vi y pensé, qué cabrón. En Azerbaijan, qué tío, con un par.
Para el que no lo sepa, Mario Rosas nació en Málaga. Con 12 o 13 años el Barcelona lo reclutó para La Masia. No tardó en ser la estrella de su equipo en cada uno de los escalones que precedieron su salto mordido a la plantilla profesional. “El bueno era Mario”, recuerda Xavi, amigo y escolta en el verde, cada vez que tiene ocasión. “El bueno era Mario”, confirma Iniesta, que lo observaba con admiración, unos años menor. Nadie dudaba de su valía, encerrada en un cuerpo enjuto de menos de 1,70 de altura y peso escaso, que decantaba partidos desde la mediapunta. El creativo de toda la vida. Ni seleccionadores de las sub-loquefuera, ni los jugadores del primer equipo. Con 17 años subió al vestuario de los mayores. Nadie dudaba. No tardó en compinchar con Guardiola y Figo, no tardó en convencer a Louis Van Gaal. Talento llamando a talento. La promesa a punto de confirmar.
Y Mario llegó. Pero no se quedó. Tuvo algún minuto en Liga, calentó la banda incluso en Champions, y luego se enredó en lesiones musculares y matices que con el tiempo devienen excusas. Se dejó llevar, resumiendo, y al salir del Barça todavía más. Una vez lo entrevisté, una de esas entrevistas largas y pretendidamente profundas, y me dijo que no se arrepentía de nada, que también había sido y era feliz, que no se pregunta hasta dónde, de haber tenido otra pasta, u otra pizca de suerte, podría haber llegado. No sé. Su voz me decía eso. Sus ojos, lo contrario.
Mario se fue de Barcelona y se empapó del trauma de entender que al fútbol se juega de otras maneras, allá fuera. Para muchas de ellas no estaba preparado. Deambuló por Alavés, Salamanca, Cádiz, Fulham… Hasta estuvo en una pretemporada en Estados Unidos, flipando. Le dieron un fajo de billetes y una lista de entrenamientos. “Has de venir aquí, aquí y aquí, a tal hora. El resto del tiempo haced lo que queráis”. Eso, en un resort de lujo, o parecido. No llegó a debutar, claro.
El desplome de Mario tocó fondo cuando bajó a Tercera con el Girona. Entonces aterrizó en Castellón, y se pasó una temporada entera sin apenas jugar. El vuelco se produjo en la siguiente. Pepe Moré, el entrenador, retrasó su posición, y Mario halló un desafío bello y extraño. Quizá se dijo a sí mismo que era la última oportunidad, que ya era hora, quizá le motivó su nuevo oficio de organizador, o quizá alguien le cogió del cuello y le abrió los ojos de un broncazo. No lo sé. Pero Mario se convirtió en uno de los mejores jugadores de Segunda, añadió un montón de muescas a su fútbol y, a su vera, el Castellón pasó de pelear por no bajar a luchar por subir. Y anduvo cerca, ya con Abel en el banquillo, esperando en el mercado invernal el empujón definitivo de su dirigencia. Y hubo empujón, pero hacia abajo.
Mario salió de Castellón y volvió el Castellón de antes. También volvió el Mario de antes. El desastrito que tanto comprendemos quienes compartimos su tendencia a la autodestrucción, sin ni siquiera soñar con tener su talento. Si viviera en Huesca, me acercaría a algún entrenamiento. Merece la pena. Es inmortal en los rondos, sin un fallo, sobradísimo en los ejercicios de posesión en espacios cortos. Seguramente no hará nada en Liga pero a mí, que vivo bien lejos y el Huesca me da igual, qué carajo me importa. Si pienso en Mario recuerdo un jugador bronceado, que utiliza las dos piernas, el exterior y el interior, se asocia en corto, es preciso en largo, sabe regatear y conduce la bola con pasito corto, tan suyo, engañando en la finta y el regate con media sonrisa. No corre, trota. No suda, brilla. Y no trabaja, juega.
Y si es tan bueno, ¿por qué no está con Iniesta y Xavi? Bien. Soy tan vago que me ahorraré sus defectos.
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